2 de julio de 2024

Biden confirma la peor pesadilla

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Donald Trump y Joe Biden durante el debate presidencial. / YouTube (CNN en español) Pese a los evidentes signos de deterioro físico y cognitivo del presidente, los demócratas cierran filas en torno a su candidato. Mientras, las listas de posibles sustitutos inundan medios y redes sociales. Por Diego E. Barros / Ctxt.es A principios de…

Donald Trump y Joe Biden durante el debate presidencial. / YouTube (CNN en español)

Pese a los evidentes signos de deterioro físico y cognitivo del presidente, los demócratas cierran filas en torno a su candidato. Mientras, las listas de posibles sustitutos inundan medios y redes sociales. Por Diego E. Barros / Ctxt.es

A principios de los años ochenta, Dan D. Nimmo, uno de los especialistas en comunicación política más influyentes del pasado siglo, introdujo una de las máximas que durante décadas presidió el frontispicio de la política estadounidense y, por extensión, de buena parte del mundo occidental: no se trata de presentarte para gobernar, se trata de gobernar para ganar.

Cuando las leyes de la lógica (política) aún regían nuestros designios, antes del crac, allá por 2009, los teóricos de ese oxímoron que es la ciencia política solían atribuir la pérdida de unas elecciones a dos motivos principales. Uno de carácter endógeno, pues la propia inercia de la acción de gobierno conducía al agotamiento: lo que se conocía tradicionalmente como ciclos políticos. El segundo, de naturaleza traumática y exógena, era el producto de una crisis, ya fuera esta de tipo económico, militar, desastre natural o, por supuesto, un escándalo de corrupción. Un desastre que precipitaría la caída de un gobierno provocando en los votantes un giro de 180 grados en las siguientes elecciones.

Nadie podrá alegar que lo ocurrido el 27 de junio en el primer debate entre el presidente y presumible candidato a la reelección, Joe Biden, y el expresidente y candidato republicano, Donald J. Trump, fue una sorpresa inesperada. Más alláes de videos manipulados y tropezones más o menos (in)explicables, lo realmente sorprendente del debate organizado por la CNN desde su sede en Atlanta, Georgia, resultó ser tanto el tamaño del desastre como la constatación de la ceguera de los principales estrategas del Partido Demócrata. Y no fue porque no había señales del agotamiento literal y figurado de un presidente-candidato de 81 años de edad y con evidentes signos de deterioro físico y cognitivo. Tampoco porque no hubiera voces, y hasta encuestas, que advertían de que en este clima político poco importa la carrera (la acción de gobierno –la de Biden y su Administración ha sido relativamente positiva, al menos en política interna–) sino el caballo: mi caballo, mi equipo, mi bando. Y por lo tanto aplastar al adversario-enemigo. Un 56% de los votantes demócratas preferiría a otro candidato, frente a un 79% de republicanos que se declaran encantados con el suyo. En una política de bloques como la actual y en la que es casi imposible arrastrar votantes, el Partido Demócrata tiene un grave problema con los suyos.

Y el desastre acabó por tener dimensiones bíblicas. Basta con abrir las páginas principales de dos biblias del liberalismo blanco estadounidense como son The New York Times o The Atlantic, donde más de una decena de artículos pedían (cuando no suplicaban) a Biden que diera un paso a un lado aun a costa de abrir el abismo sucesorio a falta de cinco meses para noviembre, y apenas a unas semanas para que todos los candidatos a presidente puedan ser incluidos en la papeleta de un estado clave como Ohio (7 de agosto).

El resumen resultó tal que así: Biden, visiblemente bajo de forma y reflejos (se especula con la posibilidad de que estuviera acatarrado, lo cual no es excusa) balbuceaba, apenas se le entendía y soltaba frases inconexas. Un regalo para Trump que, confirmando ante millones de estadounidenses toda su narrativa (Biden está gagá), solo tuvo que aparentar ser una persona normal y no el villano histriónico que realmente es. La organización de la CNN y la muy discutible labor de los presentadores hicieron el resto. Trump se mostró calmado y hasta dejó hablar, o lo que fuera, a Biden. Que cavara su propia tumba. El magnate sonreía y hasta empujaba a Biden hacia el fondo de un agujero ante la inacción de Jake Tapper y Dana Bash, quienes no hicieron absolutamente nada para detener la retahíla de mentiras que salían por la boca del candidato republicano en sus turnos de palabra. Y fueron muchas, una de cada dos palabras pronunciadas por Trump era mentira; la otra solo tenía sentido en la realidad paralela que habitan muchos de sus votantes: en el país dibujado por el ex presidente republicano, la frontera Sur de Estados Unidos es el “lugar más peligroso de la tierra”, y las principales ciudades del país están tomadas por millones de guatemaltecos dedicados por el día a saquear los casi inexistentes paquetes de ayudas públicas, mientras pasan sus noches asesinado y violando a los aterrorizados ciudadanos norteamericanos. Por lo demás, en los diabólicos estados controlados por los demócratas el aborto es posible incluso después del parto (sic). Y nadie dijo nada. Lo intentó Biden, pero era imposible apartar la mirada de sus ojos acuosos y sus movimientos a cámara lenta.

Lo más importante de un debate entre candidatos son los veinte primeros minutos. Es en ese intervalo de tiempo cuando se decide casi todo. Solo los muy cafeteros aguantan hasta el final y el votante medio desconecta a la media hora. Las alarmas comenzaron a sonar casi tras la primera intervención del candidato demócrata. También las redes sociales y mis propios grupos de wasap, donde amigos y conocidos confirmaban sus peores presagios: “This is bad, very bad”. Los gritos de pánico lo inundaron todo en el momento en el que Tapper y Bash pusieron punto y final a un espectáculo entre lamentable y escatológico, en el que ambos contendientes acabaron discutiendo sobre cuál de los dos tenía mejor hándicap al golf. Solo la imagen de Biden tratando de realizar un swing me produce escalofríos. Y los primeros titulares confirmaron dos cosas: los televidentes de CNN dieron como rotundo ganador a Trump (67% frente a un 33%); y entre los círculos demócratas se hablaba abiertamente de la posibilidad de cambiar de caballo.

Hace tiempo que nuestra política ya no va de gobernar sino de ganar para detentar un poder con el que aplastar al adversario ahora convertido en enemigo en eso que llamamos guerras culturales. Lo sabe el Partido (antes conocido como) Republicano (ahora de Trump) entregado en cuerpo y alma a ese conglomerado de fuerzas (fundamentalistas evangélicos, ultraderechistas supremacistas blancos, ultranacionalistas y conspiranoicos) que Trump ha galvanizado en el movimiento MAGA –Make America Great Again– en torno a su figura.

El problema del Partido Demócrata no ha sido tanto Trump, un candidato condenado por 34 cargos delictivos y que está en espera de ser juzgado por otros 54, ni lo que queda del Partido Republicano, como la gestión de sus propias expectativas: América no volvería a los cuatro años de Trump, pensaban sus estrategas. Hasta un ficus, este Biden, podría ganarle. Pero nunca hay que menospreciar a esa misma América y, especialmente, a la ineptitud del propio Partido Demócrata que fue la que provocó la llegada de Trump por primera vez en 2016 siguiendo la misma estrategia de hoy: el desprecio a todas las señales.

Y aquí estamos de nuevo. Elegir entre un político tradicional (sistémico), al que la presidencia le ha llegado 20 años tarde, y un trilero tres años más joven que es un sociópata mentiroso patológico sediento de poder y venganza. La situación no es halagüeña.

Dos cosas resultaron sorprendentes. La primera es que Tapper y Bash abrieran el debate con preguntas de tipo económicas en lugar de hacerlo con la lógica de la realidad: uno de los dos candidatos es un criminal convicto. La segunda es que la preocupación principal parece ser la edad y el estado de Biden, que supuestamente lo incapacitarían para el puesto, y no que este pueda ser superado por un mentiroso compulsivo que, además, llegó a patrocinar lo más cerca que ha estado Estados Unidos de sufrir un golpe de Estado. La cadena CNN fue la hacedora de Trump en 2016 dando pábulo a sus mentiras y lo es hoy al permitirle de nuevo cabalgar sobre ellas.

Hay una realmente lamentable: con un genocidio en curso en la Franja de Gaza, mientras Biden pasó por encima de su papel como principal habilitador y soporte de Israel, Trump acusó al presidente de ser “un mal palestino” al impedir al Ejecutivo de Netanyahu “acabar el trabajo”. ¿En qué momento hemos normalizado que la palaba palestino sea usada como insulto?

Ahora, el abismo

¿Es posible, rendidos a la evidencia, cambiar de caballo? Sí. Pero debe ser el propio Biden el que se eche a un lado en un intento de evitar un desastre que, a día de hoy, parece inevitable. No hay antecedentes claros y estamos ante un territorio desconocido pero la situación nos hace mirar, una vez más, a 1968. Hay ciertas coincidencias. En aquel año un presidente en el cargo también renunció a la reelección. Fue Lyndon B. Johnson, también demócrata y también aquejado de ciertos problemas de salud, aunque la razón principal fue otra: el desastre de Vietnam hacía prácticamente imposible su reelección. LBJ se dio cuenta y se apeó de la carrera, aunque antes, en abril. Entonces había un favorito a sucederle, Robert Kennedy, pero acabó asesinado a tiros el 6 de junio en el vestíbulo de un hotel californiano. Aquel mismo año, como este, la Convención Nacional Demócrata también se celebró en Chicago. A ella llegó el partido dividido: por un lado el izquierdista antiVietnam Eugene McCarthy; por el otro, Hubert H. Humphrey, más continuista con la política de LBJ. La cosa acabó como el rosario de la aurora y con la temible policía de Chicago machacando las cabezas de los manifestantes antiguerra por las calles del centro de la ciudad.

En noviembre, llegó Richard Nixon. La segunda era progresista estadounidense llegaba a su fin de manera traumática y con la única promesa de ley y orden sobre todas las cosas.

El día después del debate, las listas de posibles sustitutos ya inundaban las webs de los periódicos y las redes sociales. Desde la lógica (e improbable) vicepresidenta de Biden, Kamala Harris; hasta la fantasía pseudoconspiranoica de una candidatura de Michelle Obama en plan amazona salvadora. Incluso hay quien barajaba la posibilidad de un segundo round entre Trump y la ex secretaria de Estado Hillary R. Clinton. En cualquier caso, los nombres que estaban en boca y tinta de la mayor parte de analistas estadounidenses y comentaristas demócratas aparecían encabezados por la terna conformada por el gobernador de California, Gavin Newsom, la gobernadora de Michigan, Gretchen Whitmer, y, en menor medida (también en una opción entre conservadora, entreguista y deprimente), la mencionada Harris.

Newsom lleva años tanteando la posibilidad de una carrera presidencial. Es un político joven (56 años) y elocuente, dotado de una fuerte presencia física y grandes habilidades comunicativas que lo convertirían en la persona indicada para, llegado el caso, defender la gestión positiva de la Administración Biden (al menos en lo tocante a política interior y datos macroeconómicos) y destrozar dialécticamente a Trump. Solo el actual secretario de Transportes, Pete Buttigieg (42 años), puede rivalizar en este aspecto con Newsom, y que no se baraje su nombre como candidato (lo fue en las primarias de 2016) se debe únicamente a que la suya es una apuesta todavía a medio-largo plazo. En contra de Newsom está el hecho de que sea de California, Estado que, a ambos lados del espectro conservador estadounidense, representa “todo lo malo” a combatir. Ni la California ni los EEUU de hoy son la California ni los EEUU de Ronald Reagan, último californiano en llegar a la Casa Blanca. Minutos después de finalizar el debate, se apresuraba a declarar que “jamás daría la espalda al historial del presidente Biden”. Unas palabras que bien podría sonar a un no estoy en la carrera a sucederlo y viceversa.

Gretchen Whitmer (52), por su parte, sigue estando en un lugar destacado en las quinielas que se han abierto. Pertenece a un Estado de los llamados bisagra, Michigan, en el mismo centro del Medio Oeste estadounidense, aquellos que decidirán la elección en el Colegio Electoral en noviembre y sin los que es imposible llegar a la Casa Blanca. Biden ganó allí hace cuatro años y hoy está sufriendo en las encuestas. En su haber está el hecho de haber sido víctima de un complot desarticulado por el FBI en 2020 en el que un grupo de ultraderechistas simpatizantes de MAGA planeaba su secuestro y asesinato. Sabe lidiar con los elementos más radicales del trumpismo, muy evidentes en su propio estado. En su contra juega su relativamente poco peso a nivel nacional. No es una política que se destaque por su presencia mediática.

Está, claro, la vicepresidenta Kamala Harris (59). La lógica y las normas políticas dictaminan que sería su turno. Su principal problema es que ha sido incapaz de responder a las expectativas, algo que se pudo atisbar en su más que mediocre papel en las Primarias de 2016. Fiscal General de California, después senadora, su presencia como compañera de ticket de Joe Biden pareció responder más a una decisión estratégica que a méritos políticos: una mujer negra; la realidad acabó por desvelar que eso era “lo único” positivo en su haber. Su labor como vicepresidenta ha sido gris cuando no puramente inexistente. La Casa Blanca acabó por orillarla tras una serie de meteduras de pata considerables. En realidad, Kamala Harris tiene el carisma y el peso político de un cubo de plástico. No hay más.

En cualquier caso, una posible entrada de Newsom abriría sin duda una guerra entre sus partidarios y los de Harris, si es que tiene algunos más allá de su círculo íntimo, aunque no hay que desdeñar una cosa: es vicepresidenta.

En el resto de nombres que se barajaban figuraban otros como el de Jay B. Pritzker (59), gobernador de Illinois (otro Estado seguro para los Demócratas), un político popular y afable, miembro de una de las familias de la aristocracia financiera estadounidense; o el del senador por Ohio, Sherrod Brown (71), de nuevo un estado clave en noviembre.

Biden es un político famoso por su terquedad y por una moral inquebrantable tras una vida llena de golpes. El día después del debate nadie apostaba por que se echara a un lado en los próximos días. Con más de seis décadas de carrera política a sus espaldas, la presidencia le ha llegado probablemente veinte años tarde. Su momento era 2016, pero el fallecimiento de su hijo Beau Biden, víctima de un cáncer en 2015, acabó por dejar vía libre a Clinton. Ahora cree que se ha ganado el derecho a una reelección. Es posible. Derrotó a Trump hace cuatro años y aunque la biología esté a punto de derrotarlo a él, 24 horas después del fiasco televisivo salió a asegurar que no arrojaría la toalla: “Quizás no camine ni hable como solía hacerlo, ni debata tan bien como antes; pero sé decir la verdad”, en clara referencia a la cascada de mentiras que son marca de la casa de su contrincante.También lo hizo el establishment del Partido Demócrata con el expresidente Barack Obama a la cabeza.

Nadie puede asegurar a ciencia cierta lo que ocurrirá en las próximas semanas. Los efectos de la debacle todavía no se han traducido en unas encuestas que ya no eran muy favorables para Biden; lo harán en los próximos días, momento en que se verá si el pánico sigue creciendo y cristaliza en algo o simplemente fue la pesadilla de una noche de verano.

El próximo debate presidencial tendrá lugar el 10 de septiembre. Mientras tanto, en la mente de muchos retumba desde ayer la afilada frase de Will Rogers: “No soy miembro de ningún partido político organizado, soy un demócrata”.

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