20 de abril de 2024

Trashumantes: cuentos que unen territorios, historia, agua, geografías y pueblos

Por Diego García Ríos* No les sobraba nada, pero tampoco les faltaba. Era todo lo que tenían, pero todo lo que necesitaban. La casa de adobe y el techo de paja, total, casi nunca llovía. Las cabras sedientas y el corral ornamentado con ramas, total, casi nunca se escapaban. Era una familia numerosa. Siete integrantes,…

Por Diego García Ríos*

No les sobraba nada, pero tampoco les faltaba. Era todo lo que tenían, pero todo lo que necesitaban. La casa de adobe y el techo de paja, total, casi nunca llovía. Las cabras sedientas y el corral ornamentado con ramas, total, casi nunca se escapaban. Era una familia numerosa. Siete integrantes, siete ganaderos catamarqueños. Cada uno tenía una función específica: el padre construía la infraestructura para la vivienda y la producción, la madre zurcía las monturas para los caballos, los hijos varones arriaban a las cabras y las hacían pastar allá arriba, a lo lejos, en las montañas. Las hijas mujeres caminaban kilómetros y kilómetros para buscar agua para la familia y las cabras. Los más chiquitos, cuidaban de los perros y las gallinas.

Las jornadas eran extenuantes y algo repetitivas, pero nadie se quejaba. Eran conscientes de su rol y era lo único que conocían. Intentaban ser felices con eso. Y, en efecto, lo eran. De vez en cuando, iban a Santa María a vender algunas de sus conservas en escabeche. Eso les ayudaba a comprar calzado para los chicos, fideos y, cada tanto, se podían dar el gusto de comprar productos de limpieza para la casa o de cambiar alguna olla. Si bien la familia Jáuregui podía vivir sin la existencia de papel moneda, muchas de las cosas que necesitaban para satisfacer sus necesidades requerían de dinero. Atrás habían quedado los tiempos del trueque y el intercambio de sus antepasados. Pero no eran nostálgicos de esa situación. A ellos les gustaba permitirse un “lujo” de vez en cuando y, además, en la ciudad valoraban mucho sus productos artesanales.

En una visita a la ciudad, los chicos quedaron embelesados con una nueva máquina que alegraba las calles. Era una cápsula de vidrio que estaba repleta de peluches y, por encima de ellos, una gran garra metálica que descendía con una palanca e intentaba sujetar alguno de los preciados juguetes. Raudamente, les pidieron dinero a sus padres, quienes con gusto les compartieron algunas monedas para hacer funcionar el juego. En la primera partida, una de las tenazas alcanzó a sujetar la oreja del elefante; en el segundo intento, el oso que se encontraba de pompas se resistió a vencer la fuerza de gravedad y, en el tercer descenso, afortunadamente, lograron excavar hasta el final para conseguir —casualmente— una cabrita hermosa y suave, de color gris. La familia se miró, sonrió de manera cómplice por la decisión del destino y comenzaron a saltar para festejar el día de suerte.

Había que celebrar. Una buena venta y un peluche de cabra ameritaban comerse unos ricos tamales en su restaurante favorito. Al momento que caminaban las calles de la ciudad, observaron un pasacalle que rezaba: «Bienvenida la minería a Santa María. Bienvenidas las inversiones a Catamarca». Estaba firmado por el intendente y tenía el escudo oficial de la provincia. Leyeron en los títulos de los diarios locales la palabra “oportunidad”, pero también observaron pintadas en las paredes que decían: “NO al extractivismo”, “NO a la minería”, “NO al saqueo”.

El desconcierto era enorme. Se imaginaron que los tiempos cambiarían, pero jamás aventuraron que esos cambios estarían tan cerca de su vida cotidiana. Pasaron algunas semanas y uno de los más chicos llegó a la casa expresando una alegría que lo desbordaba. Cuando llevó a las cabras a la alta montaña, allá a lo lejos, observó garras metálicas muy similares a las del juego de los peluches. Pero estas eran enormes, y en vez de sujetar animalitos de juguete, removían la tierra de una manera pavorosa. La alegría radicaba en que el niño pensó que la máquina estaba buscando premios en la profundidad del suelo. Sin embargo, el hermano lo corrigió: esta vez no se trataba de peluches, sino de agua. Pero no. Tampoco. El padre les dijo que esas máquinas venían para otra cosa. Pertenecían a la minera de la que tanto habían leído y escuchado en la ciudad.

No sabían qué pensar al respecto, muchas voces encontradas. Hasta que un día se despertaron de la siesta por la cantidad de estruendos que provenían de la montaña. Eran explosiones inmensas, insoportables. Las bandadas de pájaros migraban hacia el este y las ovejas, por el susto, se negaban a subir la montaña para pastar.

Una tarde, cuando las niñas fueron a buscar agua al bañado, encontraron una cabra y una oveja muertas, yaciendo en la orilla. Lo comentaron entre velas, luego de la tardía cena con su madre. El agua contaminada ya se encontraba circulando entre sus venas. No lo sabían. Cómo saberlo. Cómo imaginarlo. Cómo solucionarlo.

Ramona, la madre, empezó a descomponerse a los dos días. Sus hijas se sintieron culpables, pues les vino el flash en sus ojos de los animales tirados al costado del bañado. Las autoridades del hospital se lo negaron, pero ellas encontraron relación con la minería. Pidieron explicaciones, pero no se las dieron. La familia montó guardias para con la madre, pues cada día que pasaba empeoraba su salud.

Un grupo de personas se enteró del evento y se acercó a la habitación justo cuando estaba Héctor, su esposo. Ataron cabos y le explicaron que el deterioro de la salud de su esposa podía haberse dado por ingerir agua contaminada. Una de las nenas, impávida, comentó que el agua que habían bebido era transparente y tampoco tenía mal gusto. Estas personas, autoproclamadas ambientalistas, le dijeron que no importaba. Que el agua más contaminada no tiene gusto, color ni olor. Las peores contaminaciones son las imperceptibles.

Investigaron y dieron cuenta que la minera estaba desechando sus aguas residuales en ese bañado. Les explicaron que, para extraer el oro en la montaña, era necesario utilizar cianuro, una sustancia muy contaminante, para despegar el mineral de la roca. Operar allá arriba para contaminar acá abajo. Pocos se enteran, casi nadie hace nada. Pero la gente se enferma, las personas perecen.

Héctor logró mucha empatía con estas personas. Comenzó a sumarse a las marchas que realizaban en las calles de la ciudad. Entre el hospital y la militancia, casi que no iban a su casa en el campo. Un día, cuando fueron a alimentar al ganado, se encontraron con que no solo les habían robado a sus animales, sino que la vivienda se encontraba en ruinas. Parecía pisoteada por una de esas retroexcavadoras que operaban en la mina. Tantos recuerdos, tantas vivencias familiares habían quedado reducidas a escombros. Leyeron una amenaza en una de las paredes que todavía se mantenían en pie y relacionaron todo con su activismo reciente.

Esa familia quedó envuelta en penurias. Con su ambiente degradado y su casa destruida, solo les quedaba cuidar de su madre en la ciudad. Se encontraron a varios campesinos que vivieron experiencias similares. Pensaron que la expresión “desarrollo” que leyeron en diarios y pasacalles no significaba lo mismo para el gobierno que para ellos. Se sintieron desamparados, desprotegidos. Recordaron la cantidad de veces que diferentes políticos visitaron su casa prometiéndoles energía eléctrica, tecnología rural y agua potable. Los hijos más grandes enfurecieron. Héctor cayó en una depresión enorme.

Ramona no resistió las altas proporciones de cianuro dentro de su cuerpo. Hubo otros casos similares. Existieron otras muertes cercanas al socavón. Las ciudades parecían no enterarse, a los medios poco pareció importarles. Las marchas se replicaban y crecían. La familia Jáuregui fue alojada solidariamente en una posada que les prestó un integrante de la agrupación.

La máquina de la garra de peluches había dejado de funcionar. Casi que anunciando la catástrofe ambiental. Solo operaban las garras que extraían y exportaban. Les habían hablado de progreso, pero ellos ya se habían dado cuenta. Ese desarrollo era subterráneo, invisible, irreal: se había convertido en un (sub) desarrollo. Ni los animales, ni el oro, ni la plata, ni el trabajo a futuro quedarían en Catamarca. Solo eran espejos de colores, un poco más sofisticados que los que les quisieron vender a sus antepasados. La situación se siguió complicando. Las voces opositoras se acallaron, las marchas de protesta se reprimieron. Quedaba poco espacio para la denuncia de muertes, de saqueo económico y de ecocidio.

Una noche, hartos de la situación, Héctor y sus compañeros decidieron ir en busca de una retroexcavadora. Allá en el campo, allá en sus territorios. Maniataron al guardia,le sustrajeron las llaves y llevaron la tosca máquina por la ruta catamarqueña. Llegaron a Santa María. Eran las tres de la mañana. Activaron las garras y comenzaron a desguazar la casa de gobierno. Eran las vísperas de navidad. Nadie había adentro. El objetivo no era matar, no harían lo mismo que hacen ellos. Solo encontraron expedientes, fotos de las marchas y algunas cajas con el logo de la empresa y una frase que decía “Felices Fiestas”. El techo del edificio quedó destruido. Las garras que antes buscaron minerales, ahora retiraban escritorios donde se habían hecho acuerdos e informes que ocultaban la letalidad del cianuro en el ambiente.

Sus hijos observaban el hecho con ojos fulgurantes. Ya no se trataba de peluches, sino de la dignidad de Héctor que retiraba materialmente las razones por las cuales su esposa, sus animales y otras tantas personas, ya no estaban. Se miraron con una expresión de victoria y se enorgullecieron de su padre.

* Para conseguir «Trashumantes» podés escribir a ciiegeografia@gmail.com o al autor desde Instagram @diego_garciarios

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