20 de abril de 2024

DESPIERTE, ALTEZA, DESPIERTE

El Eternauta sigue contando cómo resistir a la invasión A 46 años del secuestro de Oesterheld, el artículo firmado por Sam Thielman (FOTO) lleva por título: El guionista de cómics que se convirtió en leyenda. Por Marcelo Figueras ElCoheteALaLuna 30/04/2023 Foto: Charo Larisgoitia.     Es miércoles. Me meto en la página de New Yorker…

El Eternauta sigue contando cómo resistir a la invasión

A 46 años del secuestro de Oesterheld, el artículo firmado por Sam Thielman (FOTO) lleva por título: El guionista de cómics que se convirtió en leyenda.

Por Marcelo Figueras

ElCoheteALaLuna

30/04/2023

Foto: Charo Larisgoitia.

 

 

Es miércoles.

Me meto en la página de New Yorker y veo una cara conocida que, sin embargo, me sorprende en ese contexto.

¿Qué hace allí una foto de Héctor Germán Oesterheld?

El artículo firmado por Sam Thielman lleva por título: El guionista de cómics que se convirtió en leyenda.

Se me ocurre que tendrá que ver con el anuncio de Netflix y la luz verde dada al proyecto de convertir a El Eternauta en serie, pero no.

Es pura serendipia.

Thielman no articula ninguna excusa periodística, más allá del valor de la historia de Oesterheld en sí misma.

Que el articulista desgrana con seriedad y precisión en lo que hace a los datos duros, derrapando —eso sí— cuando produce consideraciones políticas.

Si el texto lo hubiese escrito Jon Lee Anderson, una de las plumas del New Yorker que conoce Latinoamérica —es el autor de una biografía del Che—, la cosa hubiese sido distinta.

Pero Thielman se especializa en historietas.

Lo cual permite colegir que la política no es lo suyo, y la Argentina mucho menos.

Por eso el texto trasunta admiración por Oesterheld pero también condescendencia, que arranca con una visión sesgada del peronismo (a quien acusa de usar a los pobres para construir poder, nomás) y termina sugiriendo que Oesterheld quería parecerse a sus personajes a cuenta de una «desesperada búsqueda de heroísmo», alentada por «su apasionado izquierdismo».

Como si alguien fuese a arriesgar no sólo su vida sino además las de aquellos a quienes más ama —Oesterheld perdió a sus cuatro hijas, a tres yernos y a dos de sus nietos a manos de la represión genocida— porque quiere verse en el bronce.

Qué miopes que son los gringos respecto de nuestros procesos históricos.

Lo cual quizás explique también la decisión de Netflix de optar por Darín para interpretar a Juan Salvo, que en el presente de la invasión alienígena que cuenta el primer volumen de El Eternauta tiene treinta largos, y no los 66 que hoy carga el actor.

No dudo del talento de Bruno Stagnaro y de su admiración por el relato original, pero esta decisión en materia de casting huele más a necesidad de la producción que a demanda de la historia.

Darín está más para interpretar al guionista, que fue asesinado cuando estaba al filo de los 60, que a su protagonista.

El héroe renuente

La historia de Juan Salvo —publicada originalmente entre el ’57 y el ’59, o sea casi veinte años antes de la última dictadura y de la eliminación física de casi toda la familia Oesterheld— tiene puntos en común con la del guionista.

En particular, el puntapié inicial.

Como Oesterheld, al despuntar su historia Juan Salvo no es un héroe vocacional ni mucho menos un apasionado izquierdista.

Es un tipo cualunque: pequeño empresario de dimensión pyme —tiene una fábrica de transformadores, dice—, afincado en los suburbios, casado y con una hija pequeña, amiguero y devoto del juego que llamamos truco.

El hecho es que, de un día para otro, este argento proverbial se ve inmerso en una situación a la que no puede sustraerse.

Porque lo que tiene lugar en el ’63 durante el cual Oesterheld ubica la acción central es una invasión extraterrestre, que sólo le deja dos opciones: ser eliminado físicamente o someterse a una esclavitud concreta.

(Buena parte de los invasores son a su vez esclavos: especies alienígenas dirigidas por otra especie superior que las domina a través de medios tecnológicos y orgánicos, como la glándula del terror que somete a los Manos y los «teledirectores», esos aparatitos que, clavados en la nuca, convierten a los cascarudos y a los humanos que capturan vivos en criaturas obedientes.)

Si tuviese la posibilidad de elegir libremente, Salvo decidiría no tener nada que ver con una situación semejante.

Preferiría seguir adelante con su vida normal, insignificante y doméstica, disfrutando de su familia y de sus amigos.

Pero no cuenta con esa libertad.

El menú que le presentan es limitadísimo: muerto, esclavo zombificado… o rebelde.

Elena, Juan y Martita: salvemos a los Salvo.

¿Tiene alma de rebelde Juan Salvo, de héroe de historietas, de zurdo arrebatado?

Ni un pelo.

Pero cada uno de nosotros es en cierta medida hijo de su circunstancia, aquello que decidió ser en el marco de la situación que le tocó.

Y a Salvo, como al resto de la humanidad, le toca enfrentarse a una situación extrema.

Pese a la cual no quiere que Elena y Martita, o sea su amada y su hija, mueran, ni que sean convertidas en robots carentes de albedrío, al servicio de una especie conquistadora.

Lo cual no le deja más opción que convertirse en un rebelde, sí.

Pero en uno renuente, que de conocer al Bartleby de Melville diría: Preferiría no hacerlo.

El tema es que no cuenta con margen para la reticencia.

O protege a los suyos, lo cual implica desobedecer al invasor, o consiente que se los mate o esclavice.

Yo creo que Oesterheld tampoco era un héroe natural.

Que, de considerar que tenía margen para elegir, hubiese seguido escribiendo historias hasta el fin de sus días, disfrutando de sus hijas y de sus nietos.

Era un tipo que había ido a la universidad para estudiar piedras —se graduó de geólogo en la UBA—, no para tirarlas.

Pero que, al promediar los ’70 y en particular a partir del golpe del ’76, asumió que estaba inmerso en una situación límite, con puntos de contacto con la ficción imaginada durante la Fusiladora.

Por supuesto que no habíamos sido víctimas de una invasión extraterrestre, pero en los hechos padecíamos de una invasión de todos modos, al servicio de una potencia lejana que usaba para matarnos o someternos a humanos «teledirigidos» — nuestra oligarquía, nuestros milicos, nuestros policías, nuestros fachos.

¿En qué se diferenciaban las opciones del pueblo argentino en el ’76 de las de Juan Salvo?

¿No se trataba también de dejarse matar o de someterse, al precio de cauterizar el alma y pretender que no pasaba nada raro y que seguías siendo libre?

Los Oesterheld.

Imagino que Oesterheld quiso para su familia un destino mejor, y que por eso, con la misma renuencia que Salvo o quizás más, decidió poner el cuerpo y la mente en la resistencia al régimen.

Su destino terminó siendo infinitamente más cruel que el de Salvo, no sólo porque Oesterheld era una persona real y no un personaje, sino porque los responsables de los crímenes atroces contra él y su familia no cuentan con el atenuante de haber sido «teledirigidos».

Hicieron lo que hicieron por voluntad propia.

Fueron impiadosos y perversos y sádicos (lo contrario de estoicos, mal que le pese al general retirado —y dado de baja— Rodrigo Soloaga) porque quisieron, ya ni el poder geopolítico que los apañó les había pedido tanto.

Ya es jueves.

Releo el artículo de Thielman para ver si no estoy siendo injusto con él

(al contrario, se la estoy cobrando barata — el tipo trata a Oesterheld como un combatiente guerrillero «a la manera de aquellos a quienes admiraba», dice),

y reparo en una fecha que deja caer como quien no quiere la cosa.

El jueves es 27 de abril y Thielman menciona el 27 de abril del ’77 como el día del secuestro del viejo.

O sea que han pasado cuarenta y seis años, los últimos veintitrés del siglo XX y los primeros 23 del siglo XXI.

¿Otra serendipia?

No creo.

No hace falta una simetría numérica para percibir la simetría real entre la situación de aquel tiempo y la de este presente.

Lo que nos une

Por la tarde voy a escuchar a Cristina a La Plata.

La imagen a que acude durante su alocución de forma recurrente es la de una «Argentina circular», que repite ciclos que la condenan a pasar una y otra vez por el mismo infierno.

Pienso que, para expresar esa misma idea, lo más natural hubiese sido que apelase a la nietzscheana del Eterno Retorno.

Pero Cristina insiste con lo de la Argentina circular y eso no evoca al bigotudo sino a Borges, el autor de ese cuento llamado Las ruinas circulares —parte del libro Ficciones, de 1944— que para tantos de nosotros, por lo general durante la secundaria, supuso la puerta de entrada a su obra.

Apenas la escucho decirlo por primera vez se me ocurre que esa asociación imprime la idea Argentina sobre la formulación las ruinas.

Pero además recuerdo lo que el cuento narra: Las ruinas circulares es la historia de alguien que decide soñar a otro e imponer ese sueño —esa creación— a la realidad; que quiere que el mundo real asuma que su creación no es una entelequia, sino una verdad material.

Una vez que esa conexión enciende mi cerebro, ya no logro deshacerla: de forma inevitable, sigo contemplando el resto del discurso a través de ese prisma.

Cristina expresa su espanto ante la idea de que pongamos nuestro destino en manos de los artífices de infiernos recientes.

(Que, por cierto, tienden a repetirse cada 20 años, mes más o menos: el lapso temporal que separa la implosión de la dictadura de la crisis del año 2001, y aquel interregno de crisis institucional —2001-2003— del presente.

Todo lo cual sugiere que, según las matemáticas o al menos el fatalismo, pronto nos tocaría otra ronda.)

Pero también advierte contra aquellos que, si bien no han estado directamente involucrados con estos infiernos, pretenden usar las mismas fórmulas de magia negra —en materia de economía y política, en materia de violencia—, para conjurar parecidos resultados.

El tema que queda planteado de manera tácita es: ¿cómo evitarlo?

Porque los planteos económicos que hace Cristina son claros y razonables hasta para aquellos que no entendemos mucho de la cosa, pero la cuestión que clama a gritos desde el fondo de la tesis es: ¿cómo llevar a cabo esa transformación económica imprescindible para dar vuelta la tortilla, si no se dispone del peso político que haría falta para realizarla?

Porque está claro que la concertación que Cristina reclama —y desde hace mucho, ya— no tendrá lugar, desde que el único sector político que la convoca y querría practicarla es el kirchnerismo.

En el territorio de la política argentina, desde la izquierda formal hasta la extrema derecha, el resto de las formaciones partidarias está contento con que la cosa esté desequilibrada, y de hecho pretende desequilibrarla más aún.

Si hasta aquellos que del otro lado se pretenden moderados propugnan una «brutal desregulación económica como la de Cavallo» — textual de Horacio Noolvides Larrenta.

El espanto al que hice mención (otra palabra cara a Borges, espanto) deriva de la conciencia que Cristina y algunos más tenemos respecto de la reacción que exhibiría el pueblo argentino ante un hachazo semejante.

Del lado de la oposición parecen apostar a que nos la bancaremos como el pueblo sometido y negador que fuimos, hasta el límite con la psicosis colectiva, durante parte de la dictadura.

(Algo que presupone que se consideran en condiciones de producirnos un horror semejante al que motivó aquella reacción.)

Pero de este lado creemos que el pueblo sigue siendo aquel que en marzo del ’82 se organizaba contra la dictadura, al punto de copar la Plaza en la jeta misma de los milicos, a pesar de la represión; aquel que a fines de 2001 tomó las calles del país para expresar que ya había comprendido, y de la peor manera, que las recetas de Cavallo sólo conducían al desastre; aquel que en diciembre de 2017 detonó el comienzo del fin del macrismo, cuando se manifestó contra la reforma previsional y obligó a Pato Bullshit a usar la balanza para pesar piedras.

(Lo cual significa, también, recordarnos como herederos del pueblo que salió a la calle el 17 de octubre del ’45 y que resistió durante la proscripción del peronismo, con una fe que sería de necios olvidar.)

Borges y nosotros, los incorregibles.

Entonces, si lo que habría que hacer está claro pero también está claro que nadie está en condiciones o al menos dispuesto a hacerlo (o casi nadie, deberíamos decir: más sobre esto en breve), ¿qué opción nos queda a los Juanes y Juanas Salvo de hoy?

El desastre parece inminente y el espanto inevitable.

Estamos en los umbrales de un proceso histórico que parece decidido a arrastrarnos al infierno otra vez y a producir nuevo dolor inenarrable, violencia y muertes en cantidades industriales, para recién después retornar a la sobriedad de un acuerdo político general, transversal, que nos permita ponernos de pie.

Aceptar esto como conclusión me parecería una mierda, una capitulación.

Porque me niego a aceptar que somos un pueblo masoquista, o enfermo del síndrome de memoria a corto plazo, o simplemente idiota.

Esa no es nuestra experiencia histórica, y esa no es ni siquiera mi historia personal.

Yo no soy quien era hace cuarenta años ni quien era hace veinte, evolucioné en materia de pensamiento y praxis política y social.

¿Por qué debería bancarme un retorno a nuestros peores momentos del último siglo, como si no hubiésemos aprendido nada?

¿Estamos a tiempo todavía de ahorrarnos el espanto?

¿O debemos resignarnos, a esta altura, a que el próximo período de superación llegará tan sólo después de atravesar un nuevo horror?

Getsemaní

Cristina es la única —no jodamos— que tiene alguna chance de conducir este proceso de manera de que el precio que pague el pueblo argentino no sea demencial, como lo fue en los ’70 y también a fines de siglo.

Es lo que expresa, de forma simplificadísima, lo que anda diciendo una cantidad nada despreciable de gente que está de nuestro lado, de las más variadas edades y condiciones sociales: «Voto a Cristina o voto a Milei».

Parece una opción delirante, pero tiene su lógica.

Porque esta gente entiende que la elección que tenemos por delante es, o por aquella persona cuya capacidad política dan por buena y probada —aquí aclaro: ella in the flesh, lo cual no se traslada a ninguna otra persona que designe—, o por el tipo que va a armar un zafarrancho tan grande que no va a dejar más remedio que reinventarlo todo.

Hay gente que ve la cosa tan trabada, tan empantanada, que piensa que la única forma de establecer un resultado es revolear al aire la moneda del futuro argentino.

Les gustan las probabilidades fifty-fifty, porque sugieren que no es imposible que el azar ayude a ganar la apuesta que la política no puede o no quiere zanjar.

La apelación a la idea de la Argentina circular (¡circular como una moneda!) y sus ecos borgianos me sugirieron que quizás Cristina se sienta hoy como el protagonista del cuento.

Ese personaje que dedica su voluntad y su inteligencia a crear un sueño que termina caminando sobre sus propios pies, o sea un demiurgo hecho y derecho, que se prueba a sí mismo que puede alterar la realidad, modificarla, influirla.

Pero que en el último instante comprende («con alivio, con humillación, con terror», dice Borges, apilando emociones contradictorias) que él también es un sueño, que otro lo había soñado antes así como él soñó a un tercero.

Eso es lo que sugiere el epígrafe del cuento, que muchas versiones digitales se morfan.

Es una cita de A través del espejo, el segundo relato que Lewis Carroll le dedicó a Alicia, la turista del País de las Maravillas: And if he left off dreaming about you…, reproduce Borges, cortando la frase original por la mitad, con total alevosía.

En ese pasaje, Alicia conversa con Tweedledee y Tweedledum y el primero le dice que el rey dormido está soñando con ella, para entonces preguntarle: «Y si él dejara de soñarte, ¿dónde imaginás que irías a parar?»

Para que Tweedledum replique: «Si ese rey de ahí se despertase… vos te apagarías —¡bang!— como una vela».

Alicia, Tweedledee y Tweedledum, según John Tenniel.

Borges atribuyó la inspiración que lo llevó a crear Las ruinas circulares al escritor imaginario Herbert Quain, tal vez para confundir las pistas que hubiesen llevado a los críticos en la dirección de los muy reales Giovanni Papini y Olaf Stapledon.

Pero de todos modos, el trance en que se descubre el protagonista del cuento en el último párrafo remite a una obra literaria muy anterior.

Es lo que, según el evangelista Mateo, piensa Jesús en el jardín de Getsemaní, sabiéndose en los umbrales de la Pasión.

En ese pasaje, luego de advertir a los discípulos que «la carne es débil», Jesús reza a Dios y le dice que hará Su voluntad, no sin antes pedirle que considere la posibilidad de apartar de él ese cáliz — es decir, que considere si puede eximirlo del trámite de la cruz.

En esa hora de angustia extrema, Jesús, a sabiendas de que hasta entonces ha hecho todo lo que Dios esperaba de él, se cuestiona por primera vez —la carne es débil— si el sueño de Dios coincide del todo con su propio sueño, si no tiene derecho a elegir otro camino, a soñar lo que él quiere soñar.

Pero durante esa madrugada Dios no dice ni mu (el rey está dormido, como en el texto de Carroll), y Jesús interpreta ese silencio como una demanda de fidelidad al contrato original, que decide respetar hasta el final.

Una imagen actual del jardín de Getsemaní, donde la tradición coloca a Jesús orando antes de la Pasión.

No hace falta ser muy listo ni muy culto para entender que Cristina debe estar atravesando su propia madrugada en Getsemaní.

Lo que ocurra allí durante estas horas es cosa suya y de nadie más.

Nosotros, que la hemos escuchado decir más de una vez que ya dio todo lo que podía dar y que sabemos hasta qué punto es cierto, no podemos pedirle otra cosa.

Sería ingrato de nuestra parte.

Estamos en deuda con ella, y para reciprocarle lo menos que deberíamos hacer sería honrar lo que se jugó en este paño, haciéndonos cargo de nuestros destinos.

En este punto, el sendero del pensamiento que me trajo hasta acá se abre en otra dirección — se bifurca.

Los incorregibles

Releo El Eternauta por enésima vez.

A lo largo de la vida acopié varias versiones, pero en esta ocasión uso una edición de lujo que, si no recuerdo mal, me regaló uno de los nietos de Oesterheld.

(Uno de los que sobrevivieron a la barbarie sin perder su identidad, quiero decir.)

Esta edición tiene un prólogo de Fernando Ariel García que destaca un elemento en que no había reparado: cuánto ha perdido el argentino medio a manos de la voracidad oligárquica, y de manera sostenida, desde que derrocaron a Perón en el ’55.

Se pregunta García, comparando la realidad social de mediados de los ’50 con la del presente: «Juan Salvo, ¿un empresario mediano sin sobresaltos económicos?

Favalli, ¿un profesor universitario estatal dueño de un velero?

 

Polski, ¿un jubilado que fabrica violines por placer?»

A partir de entonces todo fue cuesta abajo, con la única excepción del período que Néstor abrió en 2003. (No deja de tener su miga que alguien haya conectado en su momento a Kirchner con El Eternauta, produciendo un dibujo que lo metía dentro del traje aislante con que Juan Salvo enfrenta la nevada mortal.

Permite alentar la fantasía tranquilizadora de que no está muerto sino perdido en la eternidad, de la que regresaría algún día para sumarse a la resistencia.)

Esa posibilidad que Néstor inauguró dio paso a un proceso de reconstrucción nacional que podría haberse cimentado y expandido, de no haber sido abortada en las urnas a fines de 2015.

Me recuerdo al revisarla que El Eternauta es la obra mayúscula de la historietística argentina y que merece, además, ser incluida en nuestro canon literario como uno de los libros que nos expresa cabalmente.

En mi relectura de estos días, le encuentro dos aspectos relevantes para la situación que estamos atravesando.

En primer lugar,

El Eternauta es un relato de resistencia.

Eso es todo lo que cuenta, durante el 99% de su narración: cómo el pueblo argentino le hace frente a un poder infinitamente superior, contando tan sólo con su ingenio, con su coraje y con su capacidad de organizarse como comunidad.

En este sentido, la obra de Oesterheld y Solano López es coherente con el canon literario que nos presenta como gauchos perseguidos, ácratas que sueñan con una revolución delirante o fusilados que sobrevivieron de pedo.

(«Porque nada enseña tanto —dice Fierro— / como el sufrir y el llorar… ¡Jue pucha!, que trae liciones / ¡el tiempo con sus mudanzas!»)

Y por eso hace juego con la literatura de un país cuya entrada en el mundo de las instituciones nunca termina de ser firme, porque la sostenemos durante un tiempo para eventualmente negarla otra vez, mediante arrebatos salvajes.

A esta altura de la soirée me pregunto si no será conveniente que nuestro apego a las instituciones occidentales nunca haya prendido del todo, porque estamos en vísperas de cambios epocales y nos vendría bien desprendernos del rol de furgón de cola de un imperio que eclosiona.

Quién sabe, tal vez esté cerca un capitalismo de otra naturaleza.

Por el momento, deberíamos ir aceptando que con su versión tradicional —ese sistema tan polícromo y rimbombante, cuyo marketing nos vende todo el tiempo una película que nunca podremos protagonizar y cuya praxis política trabaja de sol a sol para sacarnos la mitad de lo que tenemos, y después la mitad de lo que nos queda, y así sucesivamente— nos ha ido casi siempre para la mierda.

Lo segundo que pesco de El Eternauta en esta relectura y que antes se me escapaba es que, como otras de las más significativas de nuestro canon, es una obra inconclusa.

Porque la versión original acaba en un punto de incertidumbre, una suerte de final abierto que se plantea si lo que venimos de leer terminará ocurriendo en el mundo real.

Pero también porque Oesterheld pretendió continuarla —primero como novela que tampoco acabó, después en el ’76 como segunda parte de la historieta, escribiendo desde la clandestinidad, sin que se sepa si la conclusión salió en efecto de su pluma o si alguien más la cerró en su ausencia—, sin llegar nunca a un puerto de destino indiscutible.

Favalli y Juan Salvo, truqueando.

De este modo, El Eternauta es como la obra de Rodolfo Walsh, truncada por su asesinato, y en particular como Operación masacre, que sólo dejó de corregir cuando lo mataron y mientras trabajaba todavía para que adviniese un luminoso día de justicia.

La naturaleza de estas obras, que nunca dejaron de ser works in progress, importa porque suponen la invitación a prolongarlas y encontrarles un cierre, a terminarlas; porque subrayan el desprecio de sus iniciadores por la obra individual, de uno o dos hombres dueños del copyright de rigor, para ser inscritas como potencial obra colectiva, un relato a ser completado en la vida real por los connacionales herederos de Walsh y por los Juanes y Juanas Salvo.

La resistencia sigue, porque nunca terminó y debe ser retomada.

Y los que nos sentimos llamados a continuarla lo haremos desde nuestra condición de huérfanos, los descendientes de Fierro, de Perón y de Evita. Incorregibles, como dicen que nos definió Borges, y por el mejor de los motivos: porque ninguno de nosotros admite que alguien más corrija la historia que no hemos terminado de redactar, que todavía estamos escribiendo.

Por ley de la vida, madurar supone hacerse cargo en un momento u otro de que ya no podemos mirar hacia atrás y requerir la mano o el apoyo concreto de nuestros mayores, que suelen irse antes de esta Tierra, como corresponde a su ritmo vital.

Si algo enseñan las obras de ese otro populista que fue Charles Dickens es que la novela no termina cuando nos quedamos huérfanos: al contrario, es entonces cuando empieza de verdad, cuando aceptamos nuestra orfandad, el destino de gauchos guachos que nos tocó en suerte en esta historia.

«Hay que resistir, desde luego», le dice Favalli a ese mayor de un Ejército que será apenas una más de las instituciones que, durante El Eternauta, fracasen a la hora de salvar a los argentinos.

«Pero no en la forma pasiva en que lo hemos hecho hasta ahora. Si continuamos quietos, esperando, ellos, que ya nos conocen bien, nos harán saltar por los aires cuando menos lo pensemos».

La tiene clara, Favalli. Habla como si estuviese familiarizado con los personajes a quienes nos enfrentamos.

Gente capaz de cualquier cosa con tal de salirse con la suya, como ya lo demostró una y mil veces en ofensivas que —admitámoslo— probaron que no le falta ni imaginación ni osadía: la Morsa, Nisman, la fortuna enterrada en la Patagonia, la cama hecha a José López, el comando venezolano-iraní,

Florencia Kirchner como heredera natural de Don Corleone, el bolillero infalible del doctor Glock, el 007 del recontraespionaje argento Marcelo D’Alessio, el libreto que le hicieron memorizar a Leo Fariña, las denuncias que aparecen al pie de un árbol para compensar a Majul por el bochorno de andar en joggineta, los micrófonos de Macri en los calzones de Larreta, los cuadernos Fénix, la Corte Suprema auto-votante, los jueces amigos del deporte presidencial, el sex-symbol Christine Lagarde, las marchas-caza de brujas con horcas y guillotinas, los volquetes llenos de cascotes que aparecen por arte de magia, la apedreada al despacho de Cristina en el Congreso, las vallas de D’Alessandro metiendo una cuña entre la casa de CFK y el pueblo, los Copitos, la fábrica de facturas truchas de Lago Escondido, el inglés aún más trucho de Mahiques padre, el peligroso avión venezolano que nuestra Justicia conserva secuestrado…

(¡Complete la lista a su gusto!)

Estos muchachos no tienen a un guionista trabajando para ellos: tienen a un ejército de guionistas.

Son Hollywood En Castellano, una fábrica de inventar bolazos, operetas y zancadillas que sería la envidia de Henry Ford.

¿Y qué opusimos nosotros a esta andanada inagotable de fuegos artificiales, con qué contragolpeamos?

Con Dylan Fernández, que es literalmente más bueno que Lassie.

Y eso que somos populistas y que el 90% de todos los artistas se percibe de este bando.

Pero en nuestra práctica política la única proscripta no es Cristina: también parece que tenemos prohibida la imaginación.

En la última página de El Eternauta, el historietista a quien Juan Salvo le contó su historia se cuestiona: «¿Qué hacer para evitar tanto horror?»

El libro se cierra con una salva de interrogantes, en ese punto es un mar de dudas.

De hecho concluye no con una afirmación categórica ni con un punto final, sino con otra pregunta: «¿Será posible?»

Como nos enseñaron ya en la primaria, toda pregunta —salvo las retóricas, y esta no lo es— supone un planteo que demanda continuidad, algún tipo de respuesta.

Oesterheld formuló esta pregunta hace 64 años.

La respuesta sigue pendiente y hoy nos interpela a nosotros, los Juanes y Juanas Salvo del siglo XXI, a quienes corresponde cargarnos la historia al hombro y demostrarles a nuestros mayores que por supuesto, es posible coronar la resistencia con un triunfo duradero y dejar en el pasado, definitivamente, los días del horror, para felicidad del pueblo argentino.

El rey dormido no es el personaje de Lewis Carroll ni el Dios que juega al oficio mudo con Jesús.

El rey dormido es el pueblo.

Y el día que se despierte sus enemigos se apagarán —¡bang!— como una vela.

MF/



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